Miguel Ángel Granados Chapa
Es infortunado el símil escogido por el presidente Calderón al presentar su proyecto de reforma a la ley de competencia económica. Inclinándose ante una fórmula insulsa que circula en el periodismo de negocios él mismo dijo que el ordenamiento propuesto tendrá dientes. Obviamente quiere decir que será eficaz por contener sanciones disuasorias, inhibitorias de prácticas monopólicas, penas severas de que carece la legislación presente (que estaría chimuela según la metáfora), pero evoca la mordida que ha sido un modo de eludir normas como la que el Ejecutivo busca que se apruebe en la Cámara de diputados inicialmente. Digamos de paso que al escoger este escenario para iniciar esta reforma Calderón podrá proponer un intercambio de concesiones respecto de su proyecto de reforma política que discutirá el Senado.
Abandonemos la odontología al examinar el fin y los medios de esta ley. No insinuemos siquiera con esa apelación a las piezas dentarias que conforme al viejo refrán jurídico (y cínico), "hecha la ley, hecha la trampa". Es decir no sugiramos siquiera que habría vías expeditas supletorias del procedimiento formal aplicables mediante dádivas a los poderosos funcionarios que podrían, en situación tan remota que parece imposible, llevar a prisión a altos ejecutivos de empresas monopólicas, según hará posible la nueva ley.
Aunque de inmediato brotaron observaciones críticas al proyecto, ya de la oposición parlamentaria, ya del sector empresarial, es previsible la aprobación de los contenidos principales propuestos por el Ejecutivo, porque en pocas regiones de la vida pública se ha formado un consenso tan preciso como en este, sobre los daños, frenos y lastres que significan las prácticas monopólicas. Estimó Calderón, para concretar el perjuicio a los consumidores (y debió decir también a los usuarios, omisión que esperemos sea sólo por economía de lenguaje y no porque se pretenda cocer aparte a los prestadores de servicios) que "más del treinta por ciento del gasto de los hogares se destina a mercados que tienen algún tipo de problema en la competencia, y en esos mercados los consumidores gastan alrededor de un 40 por ciento más de lo que les costarían los bienes y servicios si existieran más empresas ofreciéndolos en condiciones más competitivas". El problema, añadió, afecta más a los pobres, pues destinan no el 30 como en la media nacional, sino el 40 por ciento de sus ingresos "a pagar bienes y servicios que son más caros simplemente porque hay pocas, o incluso una sola empresa, que los produce y los oferta".
El proyecto de Calderón no será el único en el debate legislativo. En noviembre de 2006, apenas proclamado Presidente legítimo de México, Andrés Manuel López Obrador entregó a los diputados que siguen su programa, una iniciativa de ley de precios competitivos, que contiene disposiciones en línea semejante a la propuesta anteayer desde Los Pinos. Uno de sus autores, Mario di Constanzo, es ahora miembro de la Cámara y estará en posición de discutir en comisiones y en el pleno el contenido de la nueva disposición, desde la perspectiva trazada desde entonces.
Al presentar el anteproyecto López Obrador mencionó una retahíla de efectos perniciosos derivados de las prácticas monopólicas. A causa de ellas, pagamos en México 223 por ciento más que en Estados Unidos por el cemento gris; 260 por ciento más por el internet de banda ancha, 230 por ciento más en telefonía fija (y 65 más que en la móvil); en el servicio básico de Cablevisión la diferencia respecto del similar en Estados Unidos es 116 por ciento.
El panorama es más abrumador en tratándose de servicios bancarios, según las cuentas de López Obrador: la tarjeta Banamex Clásica es 178 por ciento más cara que su similar norteamericana; la Bancomer Visa, 115 por ciento: el crédito de la vivienda, 150 por ciento y, en el colmo escandaloso las comisiones cobradas por los bancos son ¡3,600 por ciento! superiores a las pagadas en el exterior, incluidos los países donde se ubican las metrópolis de nuestro sistema de intermediación financiera.
Lamentablemente, el abuso de ese sector permanecerá intocado porque la banca goza de un régimen jurídico particular, una suerte de fuero. Las reglas de la competencia económica no la rigen, sino las que establece la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que suele privilegiar el interés de sus sujetos regulados por encima del de los usuarios. El grupo parlamentario a que pertenece Di Constanzo, y probablemente otros de diversos partidos, deberían aprovechar el debate para extender a esa comarca la legislación contraria a las prácticas monopólicas.
Aunque según la vieja proclama de Gómez Morín no debe haber ilusos para que no haya decepcionados, la iniciativa de Calderón abre la posibilidad de regular jurídica e institucionalmente la competencia con elementos más sólidos. No esperemos milagros de ella, o de lo que resulte del debate, porque la materia a que se refiere no es dúctil, tiene su propia consistencia y su propia dinámica. Hay una contradicción sustancial en las leyes que promueven la competencia para evitar los monopolios: aquella, la competencia, conduce inexorablemente a la concentración, a la absorción de empresas (el pez grande se come al chico). Esperemos que la nueva norma sujete en alguna medida a los grandes intereses, los que están en situación de ofrecer gratificaciones a funcionarios que deben calificar las condiciones de la competencia... y de morder.
Es infortunado el símil escogido por el presidente Calderón al presentar su proyecto de reforma a la ley de competencia económica. Inclinándose ante una fórmula insulsa que circula en el periodismo de negocios él mismo dijo que el ordenamiento propuesto tendrá dientes. Obviamente quiere decir que será eficaz por contener sanciones disuasorias, inhibitorias de prácticas monopólicas, penas severas de que carece la legislación presente (que estaría chimuela según la metáfora), pero evoca la mordida que ha sido un modo de eludir normas como la que el Ejecutivo busca que se apruebe en la Cámara de diputados inicialmente. Digamos de paso que al escoger este escenario para iniciar esta reforma Calderón podrá proponer un intercambio de concesiones respecto de su proyecto de reforma política que discutirá el Senado.
Abandonemos la odontología al examinar el fin y los medios de esta ley. No insinuemos siquiera con esa apelación a las piezas dentarias que conforme al viejo refrán jurídico (y cínico), "hecha la ley, hecha la trampa". Es decir no sugiramos siquiera que habría vías expeditas supletorias del procedimiento formal aplicables mediante dádivas a los poderosos funcionarios que podrían, en situación tan remota que parece imposible, llevar a prisión a altos ejecutivos de empresas monopólicas, según hará posible la nueva ley.
Aunque de inmediato brotaron observaciones críticas al proyecto, ya de la oposición parlamentaria, ya del sector empresarial, es previsible la aprobación de los contenidos principales propuestos por el Ejecutivo, porque en pocas regiones de la vida pública se ha formado un consenso tan preciso como en este, sobre los daños, frenos y lastres que significan las prácticas monopólicas. Estimó Calderón, para concretar el perjuicio a los consumidores (y debió decir también a los usuarios, omisión que esperemos sea sólo por economía de lenguaje y no porque se pretenda cocer aparte a los prestadores de servicios) que "más del treinta por ciento del gasto de los hogares se destina a mercados que tienen algún tipo de problema en la competencia, y en esos mercados los consumidores gastan alrededor de un 40 por ciento más de lo que les costarían los bienes y servicios si existieran más empresas ofreciéndolos en condiciones más competitivas". El problema, añadió, afecta más a los pobres, pues destinan no el 30 como en la media nacional, sino el 40 por ciento de sus ingresos "a pagar bienes y servicios que son más caros simplemente porque hay pocas, o incluso una sola empresa, que los produce y los oferta".
El proyecto de Calderón no será el único en el debate legislativo. En noviembre de 2006, apenas proclamado Presidente legítimo de México, Andrés Manuel López Obrador entregó a los diputados que siguen su programa, una iniciativa de ley de precios competitivos, que contiene disposiciones en línea semejante a la propuesta anteayer desde Los Pinos. Uno de sus autores, Mario di Constanzo, es ahora miembro de la Cámara y estará en posición de discutir en comisiones y en el pleno el contenido de la nueva disposición, desde la perspectiva trazada desde entonces.
Al presentar el anteproyecto López Obrador mencionó una retahíla de efectos perniciosos derivados de las prácticas monopólicas. A causa de ellas, pagamos en México 223 por ciento más que en Estados Unidos por el cemento gris; 260 por ciento más por el internet de banda ancha, 230 por ciento más en telefonía fija (y 65 más que en la móvil); en el servicio básico de Cablevisión la diferencia respecto del similar en Estados Unidos es 116 por ciento.
El panorama es más abrumador en tratándose de servicios bancarios, según las cuentas de López Obrador: la tarjeta Banamex Clásica es 178 por ciento más cara que su similar norteamericana; la Bancomer Visa, 115 por ciento: el crédito de la vivienda, 150 por ciento y, en el colmo escandaloso las comisiones cobradas por los bancos son ¡3,600 por ciento! superiores a las pagadas en el exterior, incluidos los países donde se ubican las metrópolis de nuestro sistema de intermediación financiera.
Lamentablemente, el abuso de ese sector permanecerá intocado porque la banca goza de un régimen jurídico particular, una suerte de fuero. Las reglas de la competencia económica no la rigen, sino las que establece la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que suele privilegiar el interés de sus sujetos regulados por encima del de los usuarios. El grupo parlamentario a que pertenece Di Constanzo, y probablemente otros de diversos partidos, deberían aprovechar el debate para extender a esa comarca la legislación contraria a las prácticas monopólicas.
Aunque según la vieja proclama de Gómez Morín no debe haber ilusos para que no haya decepcionados, la iniciativa de Calderón abre la posibilidad de regular jurídica e institucionalmente la competencia con elementos más sólidos. No esperemos milagros de ella, o de lo que resulte del debate, porque la materia a que se refiere no es dúctil, tiene su propia consistencia y su propia dinámica. Hay una contradicción sustancial en las leyes que promueven la competencia para evitar los monopolios: aquella, la competencia, conduce inexorablemente a la concentración, a la absorción de empresas (el pez grande se come al chico). Esperemos que la nueva norma sujete en alguna medida a los grandes intereses, los que están en situación de ofrecer gratificaciones a funcionarios que deben calificar las condiciones de la competencia... y de morder.
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